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Todos los católicos estamos llamados al seguimiento de Cristo. Por el bautismo nos hacemos Hijos de Dios, Hermanos de Jesucristo y Templos vivos del Espíritu Santo. Por lo tanto, la vida de los católicos, si quieren ser fieles y coherentes con su bautismo no puede ser la misma que la de una persona no bautizada. La imitación de Cristo será la tarea fundamental en su vida.
Sin embargo, hay personas que por una invitación especial de Dios, bajo una moción del Espíritu Santo, se proponen seguir más de cerca a Cristo, entregarse a Dios amado por encima de todo y procurar que toda su vida esté al servicio del Reino. Esto es lo que se llama en la Iglesia católica, la vida consagrada.
Las personas que asumen libremente el llamamiento a la vida consagrada viven los así llamados consejos evangélicos por amor al Reino de los cielos. Los consejos evangélicos son la pobreza, la castidad y la obediencia. Se les llama consejos evangélicos porque fueron predicados por Cristo en el evangelio y aparecen como una invitación para seguir más de cerca el camino que Él recorrió en su vida. Si bien todos los católicos estamos llamados a vivir estos tres consejos, la persona consagrada lo hace como una manera de vivir una consagración “más íntima” a Dios, motivado siempre por dar mayor gloria a Dios. La pobreza es el desprendimiento de todo lo creado para utilizarlo de forma que pueda dar mayor gloria a Dios. La castidad es lograr que toda nuestra persona: inteligencia, voluntad, afectos y cuerpo estén dominados por nosotros mismos. Y por último, la obediencia, es el sometimiento de la voluntad propia a la voluntad de Dios, a través de los superiores legítimos, representantes de Cristo para el alma consagrada.
Las personas consagradas a Dios pueden vivir su consagración de muy diversas formas y así vemos como a lo largo de la historia de la Iglesia, desde las primeras comunidades cristianas en el Asia Menor hasta los florecientes centros urbanos de nuestros días, la vida consagrada asume diversidad de formas. Las hay de aquellos que se dedican a la oración y a la contemplación en un lugar apartado de toda civilización. Hay quienes inmersos en el mundo, viven su consagración entre las más diversas actividades de la vida diaria. Todas estas formas de consagración las podemos agrupar en las siguientes divisiones:
fuente: http://es.catholic.net/op/articulos/9397/la-vida-consagrada.html
«Quería deciros una palabra, y la palabra era alegría.
Siempre, donde están los consagrados, siempre hay alegría»(Papa Francisco)
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Francisco es de esas personas que no solo habla de alegría sino que contagia esa alegría. Y la vida religiosa, no exenta de albergar también personas heridas, necesita ese revulsivo (medio curativo de algunas enfermedades internas) de la alegría sanadora. No tenemos derecho a dejarnos robar la alegría cuando realmente “el Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús”. Si los consagrados no somos personas alegres, ¿a quién podremos pedírselo? El encuentro con Jesús es lo que más rápido y profundamente puede sanar heridas del corazón.
“En la limitación de la condición humana, en el afán cotidiano, los consagrados y consagradas vivimos la fidelidad dando razón de nuestra alegría, siendo testimonio luminoso, anuncio eficaz, compañía y cercanía para las mujeres y los hombres de nuestro tiempo que buscan la Iglesia como casa paterna.” No se trata de una alegría infantil ni superficial. Se trata de una vivencia profunda y sanadora como la que narra Isaías 65,18. «No hay santidad en la tristeza!», dice el Papa Francisco. No estéis tristes como quienes no tienen esperanza, decía san Pablo (1Ts 4,13). Se trata de la alegría de sentirnos amados y confiados en Dios.
Si a un nivel humano esto ya es sanador, imaginemos lo que puede ser sentirnos amados y confiados por el mismo Amor personificado. Lo natural es sentirnos tristes cuando nos sentimos abandonados, rechazados, que molestamos con nuestra presencia a un ser querido. Lo natural es irrumpir en gozo cuando sucede lo contrario. Cuando nos sentimos aceptados, acogidos, queridos y valorados. El cristiano en general, pero el consagrado en particular, vive de esa experiencia de un Dios ternura que le acoge todo el tiempo en sus brazos haga lo que haga, incluso cuando metemos la pata hasta el fondo y nosotros mismos no nos sabemos perdonar. “No tengamos miedo a la ternura” nos dice la Carta del Magisterio de Francisco a los consagrados.
Quien tiene esta experiencia de Dios, tendrá sano su corazón y podrá establecer diálogos de ternura y de afecto con los más necesitados. A veces éstos son los más cercanos que ni siquiera percibimos: familiares, hermanos y hermanas de comunidad, personal con el que trabajamos directamente, etc. Recordemos a “Oseas que anuncia a Gomer que la llevará al desierto y hablará a su corazón (cf. Os 2,16-17)”. Toda la Biblia está llena de este tipo de diálogos. Recordemos el del levita de Efraim, que habla a la concubina que lo ha abandonado (cf. Jc 19,3). No son solo palabras: acción y palabras son una sola. La ternura nos lleva a la acción, al diálogo, a la acogida desinteresada y sincera, a la consolación del triste y herido.
Pero es cierto que no siempre es fácil el acercamiento a las personas más heridas. Ellas tienen miedo de que les hagamos más daño. Han sufrido mucho y no quieren sufrir más. Necesitamos acercarnos con la ternura de Dios, después de haber estado tiempo con Él contagiándonos de su amor. Llevar el abrazo de Dios a los más heridos y necesitados no es fácil. Suena bonito pero mi experiencia personal es que lo bonito no siempre es lo más fácil. A veces lo más cómodo es abandonar a ese hermano o hermana, pero ¿podemos ir dejando en la cuneta a aquellos preferidos de Dios cuando hemos experimentado en carne propia su ternura? “El Papa Francisco nos confía a nosotros consagrados y consagradas esta misión: encontrar al Señor, que nos consuela como una madre, y consolar al pueblo de Dios.” Ser testigos de su misericordia. No regalando las migajas de nuestro afecto, sino entregándonos de todo corazón, aún bajo riesgo de salir dañados… No puedo olvidar aquellas palabras del papa: “Prefiero una iglesia accidentada herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades.”
El mensaje del papa para los consagrados es claro, directo y sencillo: Vivir de la experiencia de la ternura de Dios, dar toda la misericordia que hemos recibido (con palabras y acciones) y ser testigos reales del amor de Dios con nuestras vidas. Cómo lo concretamos depende de ese diálogo personal de cada uno de nosotros con el Señor. Pero en ningún caso podemos excluir, ni dejar por fuera, a los más cercanos, a los más necesitados, ni a los más heridos. Ellos son los primeros porque lo son para el Señor.
Es la exhortación del Papa Francisco en la Carta dirigida al mundo de los consagrados y de las consagradas en la vigilia de la inauguración del Año de la Vida Consagrada que inició el domingo 30 de noviembre, I domingo de Adviento.
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«La vida consagrada está en el corazón
mismo de la Iglesia como elemento
decisivo para su misión, ya que
“indica la naturaleza íntima de
la vocación cristiana” y la aspiración
de toda la Iglesia Esposa hacia
la unión con el único Esposo».
(Vita Consecrata 3)
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«Las personas consagradas son signo
de Dios en los diversos ambientes
de vida, son levadura para el
crecimiento de una sociedad más justa
y fraterna, son profecía del compartir
con los pequeños y los pobres. La vida
consagrada, así entendida y vivida, se
presenta a nosotros como realmente es:
un don de Dios, un don de Dios a la
Iglesia, un don de Dios a su pueblo.
Cada persona consagrada es un don
para el pueblo de Dios en camino».
(Papa Francisco)
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La celebración ha estado pensada en el contexto del 50 aniversario de la publicación del Decreto Perfectae Caritatis. Esta jornada invita a: * Dar gracias a Dios por el don de la vida consagrada y especialmente por los cincuenta años de renovación de la misma según las enseñanzas del Concilio. * Abrazar el futuro con esperanza, confiados en el Señor, al cual los consagrados ofrecen toda su vida. * Vivir el presente con pasión, evangelizando la propia vocación y testimoniando al mundo la belleza del seguimiento de Cristo en las múltiples formas en las cuales se expresa la vida consagrada.
El Santo Padre, con ocasión del Año de la Vida Consagrada, concederá indulgencia plenaria, con las condiciones habituales (confesión sacramental, comunión eucarística y oración por las intenciones del Santo Padre) a todos los miembros de las instituciones vida consagrada y a los demás fieles verdaderamente arrepentidos y movidos por un espíritu de caridad, a partir del primer domingo de Adviento de este año hasta el 2 de febrero 2016, día de clausura del Año de la vida consagrada. La indulgencia puede aplicarse también como sufragio por las almas del Purgatorio.
La indulgencia se obtendrá:
En Roma, cada vez que participen en las reuniones y celebraciones internacionales establecidas en el calendario de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, y por un período de tiempo apropiado mediten con piedad, concluyendo con Padre nuestro, la Profesión de fe en cualquier forma legítima aprobada e invocaciones a la Virgen María.
En todas las Iglesias particulares, cada vez que en los días diocesanos dedicados a la vida consagrada y en las celebraciones diocesanas organizadas para el Año de la Vida Consagrada, visiten la catedral u otro lugar sagrado designado con el consentimiento del Ordinario del lugar, o una iglesia conventual o el oratorio deSde un monasterio de clausura y recen públicamente allí la Liturgia de las Horas, o un período de tiempo apropiado meditarán con piedad concluyendo con Padre nuestro, la Profesión de fe en cualquier forma legítima aprobada e invocaciones a la Virgen María.
Los miembros de los Institutos de vida consagrada que, por enfermedad u otra causa grave no puedan visitar los lugares sagrados, podrán obtener la indulgencia plenaria si, con total desapego de cualquier pecado y con la intención de poder cumplir tan pronto como sea posible las tres condiciones habituales, efectúen la visita espiritual con profundo deseo y ofrezcan las enfermedades y molestias de su vida a Dios misericordioso a través de María misericordioso, añadiendo las oraciones más arriba indicadas.
Para facilitar el conseguimiento de la gracia divina por medio de la caridad pastoral, la Penitenciaría Apostólica, -que firma el decreto de indulgencia- pide a los canónigos, los miembros del capítulo, los sacerdotes de los Institutos de Vida Consagrada y a todos los que tienen la facultades de escuchar las confesiones que administren con frecuencia el sacramento de la Penitencia y la Sagrada Comunión a los enfermos.